Lo que nos separa.
."Tuve que recorrer miles de kilómetros de autopistas y caminos desde Tallahassee, Florida, hasta la ciudad del motor, Detroit, para encontrar a mi verdadero amor. Si tuviera un millón de años para reflexionar jamás hubiera supuesto que la persona que estaba destinada a amar y Detroit estuviesen unidos".
Patricia Arquette. Amor a quemarropa.
Existe un inicio común para lo que existe, cuando estábamos unidos en un solo punto. Cuando ese punto era todo y nada a la vez y cuando ese punto explotó todo comenzó de nuevo.
Nerea sabía que no era una buena idea sacudir el mantel con las migas de pan por la ventana de su casa. Hacer esto atraía a las aves que comían los restos a los pies de su caserón, pero a ella no le importaba, le gustaba saber que incluso los desperdicios de aquello que su familia había abandonado sobre la mesa, servía de alimento para otros seres. La noche era cálida y las estrellas dominaban en un cielo despejado.
De aquella explosión salió todo lo que conocemos en la actualidad. Cada átomo de hidrógeno, cada fotón, cada gas y cada partícula que existe nació de ese momento en el cual todo empezó a crearse.
Siempre que el cielo estaba despejado Mirau observaba a las estrellas. Jugaba a cogerlas con sus manos. Las guardaba entre sus ropas y volvía a casa con los bolsillos llenas de ellas. Casí podía sentir el peso de las luces entre sus manos a asirlas.
El universo se regaló de dones y placeres. De materia, antimateria y taquiones. Los fotones se movían entre lo tangible, y lo tangible se erigía orgulloso frente a la luz creando su sombra. Los gases se unían creando materia sólida y ésta resplandecía creando luz. Entre todo este baile había pasado desapercibida una materia que no afectaba a nada creado. A nada creado aún.
Cuando Nerea asió la manzana del árbol le agradó sentir el peso de ella en su palma. El manzano había soportado un invierno especialmente duro y nadie creyó que puediera dar sus frutos. Por eso vigiló el árbol durante todo el año. Por un momento tuvo intención de comerla pero sin saber por qué le apetecía más el contemplarla, observarla para reconocer así la fuerza del fruto por haber germinado en tan difíciles condiciones. Entró en la casa y guardó la manzana en el bolsillo.
Esa sustancia que no afectaba a nada de lo creado serpenteó entre el caos creado esperando su momento. No sabía bien cuál era su destino, pero en cuanto lo viera lo reconocería.
Se guardaba las estrellas en el bolsillo tras observarlas. Memorizaba sus posiciones durante horas para luego cerrar los ojos y ver esos puntos brillar. Sentía así que las había robado, aunque fuera durante unos instantes. Las estrellas eran suyas y estaban en él. Dentro de él.
Primero fue en un punto alejado de todo, y luego en otros muy cercanos, pero la vida no podía dejar de nacer en todas partes. Es entonces cuando esa sustancia supo que era su momento. A cada vida creada le correspondía un poco de esa sustancia, un ligero toque. Esta sustancia era única para cada ser. Un hálito que marca a cada entidad creada.
Dentro de ella algo se estremeció, como el dolor que se siente en el estómago cuando te golpeas, como esa angustia que llega de la mano de una mala noticia y que sentimos en el vientre. Todo el mundo en casa ya dormía y en el exterior no había nadie, y sin saber por qué no se sentía sola.
Ocurre a veces, quizá sólo unos cientos de veces por miles de millones, pero sucede. Una de esas sustancias se dividide, se rompe, se fragmenta en dos. Es por eso que el hálito que marca a un ser deambula por el universo convertido en dos. Gemelos de vida.
Sentirse solo es lo último que deseaba MIrau. Le habían dicho que su enfermedad se desarrollaba con rapidez y que en cualquier momento podría sobrevenirle la muerte. Eso no le importaba tanto como el saber que en alguna de esas estrellas habia algo que le consolaba, que le animaba. Cansado se tumbó en la cama y cerró los ojos.
Y de esos cientos de veces sólo unas pocas ocurre que el hálito de vida, ahora dividido, llega a su destino cayendo en dos vidas. Y esos dos seres creados están unidos aunque les separe una distancia que la mente no es capaz de comprender.
Sentada en el sofá del salón cerró los ojos. Llevó la mano al bolsillo y palpó la manzana, esa manzana que había luchado por su vida ese invierno y la apretó contra su cuerpo.
El eco de una de esas vidas vibra en la otra y aquel hálito busca a su gemelo para completarse. Así ha sido siempre.
Su cuerpo se iba apagando mientras su mente recordaba la imagen de las estrellas que había observado durante su vida. MIrau repasó todos los puntos brillantes del firmamento. Cada constelación, cada nebulosa. Había sido un juego para él recordar las estrellas y ahora todas ellas, como si de un mapa estelar se tratara, se desplegaban ante él en ese instante.
Durante unos instantes la calma de la noche le permitía oir a las ramas del árbol mecerse con la brisa. Tal vez esa noche una o dos manzanas caerían al suelo por el viento nocturno. A Nerea le alegró saber que esa manzana que ahora dormía con ella, guardada en su bolsillo, estaría a salvo de el aire.
Querría salvar a una estrella de entre todas las que brillaban en su mente y guardársela. Mirau eligió una de entre todas. No era la más brillante ni la más grande. No era pequeña ni de un color llamativo. Tan solo era una estrella que le llamaba, que le unía a él de alguna manera y que le tranquilizaba observar. Y con esa imagen el cuerpo de Miaru llegó a su ocaso.
En estos casos, cuando una vida se pierde, el hálito busca a su gemelo. El ser fallecido ha de buscar a su mitad y éste ha de llamarlo.
El alba abrazó el hogar de Nerea que había pasado la noche dormida en el sofá. A su cuerpo le costó un poco el incorporarse. Se echó la mano a la cintura, quería volver a sentir la manzana cerca de ella. Salió al jardín, buscó la rama de la que había arrancado el fruto la noche anterior y, levantando su mano con la manzana en ella, la colocó justo en el sitio en que la había arrancado.
Tras la mano de Nerea estaba la manzana, tras ella el árbol y tras el árbol, a una distancia que la mente no es capaz de comprender, un hálito de vida ya sabía qué camino tomar.
Patricia Arquette. Amor a quemarropa.
Existe un inicio común para lo que existe, cuando estábamos unidos en un solo punto. Cuando ese punto era todo y nada a la vez y cuando ese punto explotó todo comenzó de nuevo.
Nerea sabía que no era una buena idea sacudir el mantel con las migas de pan por la ventana de su casa. Hacer esto atraía a las aves que comían los restos a los pies de su caserón, pero a ella no le importaba, le gustaba saber que incluso los desperdicios de aquello que su familia había abandonado sobre la mesa, servía de alimento para otros seres. La noche era cálida y las estrellas dominaban en un cielo despejado.
De aquella explosión salió todo lo que conocemos en la actualidad. Cada átomo de hidrógeno, cada fotón, cada gas y cada partícula que existe nació de ese momento en el cual todo empezó a crearse.
Siempre que el cielo estaba despejado Mirau observaba a las estrellas. Jugaba a cogerlas con sus manos. Las guardaba entre sus ropas y volvía a casa con los bolsillos llenas de ellas. Casí podía sentir el peso de las luces entre sus manos a asirlas.
El universo se regaló de dones y placeres. De materia, antimateria y taquiones. Los fotones se movían entre lo tangible, y lo tangible se erigía orgulloso frente a la luz creando su sombra. Los gases se unían creando materia sólida y ésta resplandecía creando luz. Entre todo este baile había pasado desapercibida una materia que no afectaba a nada creado. A nada creado aún.
Cuando Nerea asió la manzana del árbol le agradó sentir el peso de ella en su palma. El manzano había soportado un invierno especialmente duro y nadie creyó que puediera dar sus frutos. Por eso vigiló el árbol durante todo el año. Por un momento tuvo intención de comerla pero sin saber por qué le apetecía más el contemplarla, observarla para reconocer así la fuerza del fruto por haber germinado en tan difíciles condiciones. Entró en la casa y guardó la manzana en el bolsillo.
Esa sustancia que no afectaba a nada de lo creado serpenteó entre el caos creado esperando su momento. No sabía bien cuál era su destino, pero en cuanto lo viera lo reconocería.
Se guardaba las estrellas en el bolsillo tras observarlas. Memorizaba sus posiciones durante horas para luego cerrar los ojos y ver esos puntos brillar. Sentía así que las había robado, aunque fuera durante unos instantes. Las estrellas eran suyas y estaban en él. Dentro de él.
Primero fue en un punto alejado de todo, y luego en otros muy cercanos, pero la vida no podía dejar de nacer en todas partes. Es entonces cuando esa sustancia supo que era su momento. A cada vida creada le correspondía un poco de esa sustancia, un ligero toque. Esta sustancia era única para cada ser. Un hálito que marca a cada entidad creada.
Dentro de ella algo se estremeció, como el dolor que se siente en el estómago cuando te golpeas, como esa angustia que llega de la mano de una mala noticia y que sentimos en el vientre. Todo el mundo en casa ya dormía y en el exterior no había nadie, y sin saber por qué no se sentía sola.
Ocurre a veces, quizá sólo unos cientos de veces por miles de millones, pero sucede. Una de esas sustancias se dividide, se rompe, se fragmenta en dos. Es por eso que el hálito que marca a un ser deambula por el universo convertido en dos. Gemelos de vida.
Sentirse solo es lo último que deseaba MIrau. Le habían dicho que su enfermedad se desarrollaba con rapidez y que en cualquier momento podría sobrevenirle la muerte. Eso no le importaba tanto como el saber que en alguna de esas estrellas habia algo que le consolaba, que le animaba. Cansado se tumbó en la cama y cerró los ojos.
Y de esos cientos de veces sólo unas pocas ocurre que el hálito de vida, ahora dividido, llega a su destino cayendo en dos vidas. Y esos dos seres creados están unidos aunque les separe una distancia que la mente no es capaz de comprender.
Sentada en el sofá del salón cerró los ojos. Llevó la mano al bolsillo y palpó la manzana, esa manzana que había luchado por su vida ese invierno y la apretó contra su cuerpo.
El eco de una de esas vidas vibra en la otra y aquel hálito busca a su gemelo para completarse. Así ha sido siempre.
Su cuerpo se iba apagando mientras su mente recordaba la imagen de las estrellas que había observado durante su vida. MIrau repasó todos los puntos brillantes del firmamento. Cada constelación, cada nebulosa. Había sido un juego para él recordar las estrellas y ahora todas ellas, como si de un mapa estelar se tratara, se desplegaban ante él en ese instante.
Durante unos instantes la calma de la noche le permitía oir a las ramas del árbol mecerse con la brisa. Tal vez esa noche una o dos manzanas caerían al suelo por el viento nocturno. A Nerea le alegró saber que esa manzana que ahora dormía con ella, guardada en su bolsillo, estaría a salvo de el aire.
Querría salvar a una estrella de entre todas las que brillaban en su mente y guardársela. Mirau eligió una de entre todas. No era la más brillante ni la más grande. No era pequeña ni de un color llamativo. Tan solo era una estrella que le llamaba, que le unía a él de alguna manera y que le tranquilizaba observar. Y con esa imagen el cuerpo de Miaru llegó a su ocaso.
En estos casos, cuando una vida se pierde, el hálito busca a su gemelo. El ser fallecido ha de buscar a su mitad y éste ha de llamarlo.
El alba abrazó el hogar de Nerea que había pasado la noche dormida en el sofá. A su cuerpo le costó un poco el incorporarse. Se echó la mano a la cintura, quería volver a sentir la manzana cerca de ella. Salió al jardín, buscó la rama de la que había arrancado el fruto la noche anterior y, levantando su mano con la manzana en ella, la colocó justo en el sitio en que la había arrancado.
Tras la mano de Nerea estaba la manzana, tras ella el árbol y tras el árbol, a una distancia que la mente no es capaz de comprender, un hálito de vida ya sabía qué camino tomar.
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